¿Puedes repetirme la pregunta?

Hola querida, presente, reafirmante lectora. Me alegra que estés por aquí para escabullirme otra vez en tus ojos. Mis historias están intactas en mi mente, y por fin mi insomnio vuelve a sentir esa roca pesada sobre mis manos que me aplasta contra el teclado.

¿Será acaso que ahora que siento que el amor se me escapa, requiero escribir para entender el por qué?

Tengo sed.

Esta es otra madrugada despierta y creo que el sillón de cuero es la peor compra que hice en toda mi vida, no aprendí la lección, sobre todo porque nunca me imaginé que tendría que dormir aquí. Sola. Porque por supuesto, mis perros prefieren a Ana y a la King size comodísima de nuestra recámara. Una que por lo visto podría no pertenecerme más algún día. Una pequeña dosis de lo que podría suceder. Una muerte muy lenta.

No encuentro el hervidor eléctrico, y después de calentar el agua en la ollita de los huevos, me dispongo a tomar una taza de té de frambuesa, que diablos importa ahora si este sabor estaba prohibido para mi mullido paladar. Incluso sacaré mi bien escondido cigarrillo eléctrico y fumaré contigo mientras te cuento una historia más.


Queríamos reconstruir nuestro hogar, eso era todo. Habíamos perdido nuestro antiguo hogar, lo que significa perder la familiaridad con el mundo y habíamos perdido nuestro oficio o trabajo, lo que significa perder la sensación de que éramos útiles para el mundo.” – Hannah Arendt.


Amaneció aquella mañana en Sydney, aunque el cielo parecía no haberse dado cuenta y ese día milagrosamente no me había caído de la cama.

Parecía que por fin ya no sería necesario que Ana me atara una sábana tirante a la cintura para evitar el siempre doloroso contacto con el piso o bueno, una colchoneta igual de dura. Día a día quedaba más confundida que un borracho bebiendo champú.

Nunca había visto una cama tan pequeña como en la que Ana y yo dormíamos. Y aunque dormía como Drácula, como en un sarcófago y sin moverme, hasta ese momento era inevitable el impacto.

Me estiré hasta hacer crujir mis huesos. No le di un beso a Ana porque había estado enviando su currículo hasta tarde y si la despertaba pagaría las trágicas consecuencias.

Diferentes sonidillos de exóticos animales de características inimaginables se arrojaban dentro de mis oídos y cantaban desde el jardín, como todos los días desde que llegamos.

Se respiraba lindo esa mañana. Los árboles frondosos envolvían las calles frías de Sídney con sus brazos de color otoño, mi diminuta ventana parecía haberse agrandado mágicamente, Ana había dejado de llorar al teléfono con su mamá esa semana y mi sobrino Caleb había dado sus primeros pasos solito. Todo un acontecimiento.

Ni las enormes cucarachas negras voladoras que había visto pegadas en la pared, ni el astuto pájaro que me había robado mis papas fritas, ni el ciempiés gigantesco que encontré en el bolsillo de mi bata de baño podrían quitarme esa grata energía que me sonreía inquieta y esperanzadora.

Ese día me puse una camisa blanca colgada detrás de la puerta, preparada con una semana de antelación para mi primera ronda de entrevistas de trabajo.

Mis hermanos habían pasado por muchísimas entrevistas de trabajo, y aunque no habían tenido mucho tiempo de prepararme, me dieron una lista de posibles preguntas y las respuestas para cada ocasión. Las leí sin prestar mucha atención y Ana me hizo practicarlas, aunque no pensé utilizarlas. Prefería adecuarme al momento.

Todos mis documentos, certificados y diplomas ya traducidos y sellados por relaciones exteriores aguardaban en un folder transparente e impecable en mi mesa de noche.

Tenía la certeza que con la experiencia laboral de mi país podría hacer un buen papel en los puestos a los que apliqué, aunque mi inglés no fuera el mejor, aprendo rápido. Además, el español es el tercer idioma más hablado de todo el mundo. Seguramente habría mucha gente que aquí también lo practica.

Me despedí mirando con cariño a ese huequito de ladrillos porque sabía que nos iríamos pronto. Sin duda alguna.

No me preocupé por Ana y salí. Seguramente estaba sobre calificada para cualquier puesto laboral en el que se quisiera desempeñar.

Un padre nuestro, porsiacaso, y salí a romperla.

2:45 p.m.

Concha su madre.

Mi penúltima entrevista duró menos de diez minutos, contando el momento en que pedí agua para ganar tiempo, tratar de adivinar la primera pregunta, responderla en español en mi mente, traducir la respuesta al inglés e hidratar mi inútil lengua.

Creo que mi mente borró las entrevistas anteriores a esa para protegerse de la apabullante vergüenza. Sólo me quedaba una entrevista final en menos de una hora y no tenía la más mínima idea de qué hacer.

De chica era la mejor en inglés de mi salón. Mi mamá decía que tenía talento para los idiomas. Estudié en una academia con profesores nativos de Estados Unidos y saqué excelentes calificaciones. Trabajé años en una empresa gringa donde mi jefe no sabía ni decir hola en español. ¿Por qué diantres no había entendido casi ninguna pregunta? ¿En qué lenguaje habían hablado todas esas personas que había tenido en frente y que ni por asomo volveré a ver en mi vida con plena seguridad?

Aquellas bocas de ventrílocuo casi no se movían y emitían sonidos graves mezclados con palabras que terminaban en una inflexión de voz que parecía el maullido de un gato coqueto. Eso sí, sonaban muy elegantes por alguna razón.

4:02 p.m.

Caminé como alma en pena unas cuadras hasta llegar a la empresa a la que estaba solicitando un puesto simplísimo que esa mañana parecía absolutamente accesible para mi y que sólo unas horas después parecía imposible de obtener.

Mis zapatos se sentían un poco apretados, casi tanto como mi pecho. Las medias que compré que no deberían llamarse así porque les faltaba tela, habían descubierto mi talón demasiadas veces con cada paso causándome ampollas que se sentían gigantes y cada vez que me detenía a arreglar el molesto incidente mil y un motivos para no asistir a la cita programada rellenaban mi mente.

Entré a la tienda de una estación de gasolina, esperando encontrar algo helado que me despabile y otra vez ese bendito inglés inentendible del muchacho que me atendió en la caja me volvió a rebanar los sesos.

Esto no tiene sentido – pensé. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer? No sólo no entiendo lo que dicen, tampoco ellos a mi.

Me paré debajo de un árbol frente a la oficina en la que daría mi entrevista con una lata de energizante de una marca que jamás había visto. Miré hacia las altas ventanas esperando una señal divina o un cataclismo insólito para tener más tiempo de prepararme. Sólo faltaban ocho minutos. Me resigné.

Me acomodé por última vez las casi medias y respiré tan profundo que me atoré.

Toqué el timbre tosiendo y una voz cálida por el intercomunicador parecía haberme dicho que entrara después de decir mi nombre. – ¡Tómate el trabajo de decir mi nombre correctamente por Dios! – Pensé. Empujé la puerta por inercia y de nuevo la voz de gato me dijo algo. Supuse que me dijo que jalara la puerta en vez de empujarla. La puerta se abrió. Sólo hay dos tipos de puertas, sólo dos opciones, se empuja o se jala, esto me dio una idea. Una gran idea.

Mi memoria puede recordar casi al pie de la letra lo que sea que haya leído hasta varias horas después. Esta habilidad podría salvarme de otro rostro desencajado y del bendito balde azul al que hoy le puse lejía y que Ana y yo usamos como inodoro en el garaje donde sobrevivimos.

Respondería a las preguntas con respuestas predeterminadas de la lista que mis hermanos me habían dado.

Tenía que hacer el intento.

Me senté y esperé al reclutador de recursos humanos, con una pierna temblando tanto que parecía que estaba jugando a tocar un tambor con el piso.

Un muchacho rubio y con una corbata graciosa trató de leer mi nombre en voz alta y me acerqué.

  • Buenas tardes – me dijo una vez sentados en un escritorio frente a frente.

El alma me regresó al cuerpo y alegre hasta el borde de las lágrimas respondí:

  • ¡Oh! ¡¿Hablas español?!

Sonrío y me dijo:

  • Uno poquito.

¡Dios santo! Estaba frita.

Comenzamos y allí estaba una vez más el inglés felino mezclado con un inglés que podía entender un poquito más. Parecía estar explicándome sobre la historia y lo que hacía la empresa en general. Yo asentía como si entendiera y cuando él reía, yo también.

Empezaron las preguntas, y sonaban parecidas a las que había leído esa mañana en casa y yo las respondí todas de memoria con una naturalidad que no sé de donde saqué.

Con cada respuesta predeterminada al rostro del muchacho se le iba apagando la sonrisa. Empezó a mirar mi currículo confundido y me miraba con el ceño ligeramente fruncido.

Yo seguía hablando como loro y movía las manos como si estuviera dando una clase.

Después de cinco preguntas por fin me dijo:

  • Are you sure you are in the right place? – (¿Estás segura que estás en el lugar correcto?)

Me quedé de una pieza. Eso sí lo entendí clarísimo. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Tomé mi cartera para irme y le dije:

  • So sorry. Im pretty nervous. Maybe is better if I just go –(Lo siento. Estoy nerviosa y tal vez sea mejor que me vaya).

Él me respondió en un mejor español que mi inglés:

  • No preocupa. Pienso tú mejor para ayudar persona en organizaciones y no marketing. Hablar otra vez con mi teléfono, otro resume y yo ayudar tú.

Las respuestas que memoricé al pie de la letra, sin la más mínima idea de sobre que se trataba, eran las de mi hermano para una entrevista de voluntariado en una ONG llamada Save The Children (Salven a los niños).

Ana había hecho un pastel para celebrar. Lo comimos entre riendo y llorando.

Que bonitas sus lagrimitas aquella noche.

Marianella Casmon.

Marianella-Casmon Blog

El Balde Azul

Hola querida lectora. ¿Aún estás aquí? Perdóname por la extraña espera. ¡Nos conocemos hace tanto tiempo! ¿verdad?

Yo también te extrañé. Me extrañé.

Han pasado largos años desde mi último blog. No quiero contar cuantos porque me duele un poquito. No me los recuerdes. La vida me tenía ocupada y aunque había escrito día a día en mi dispersa mente, no había podido manifestarme en letras, no importa cuánto lo haya intentado. Alguna vez te contaré porqué.

Hoy, mientras mi esposa Ana y mis dos perritos duermen pacíficamente a pierna suelta sin advertir mi ausencia, me he sentado en la sala, a oscuras, con una luna menguante gigante y brillante flotando en el salvaje horizonte. Las hojas secas levantan sus faldas, se entreveran en el frío aire, se regodean coquetas y curvilíneas, cantando junto a los cientos de rechonchos grillos que noche a noche orquestan mi ventana.

Mi empolvado ritual hipnótico ha comenzado con el primer sorbo de té de arándanos, oscuro e hirviente como el miedo de acaso toparme con una respuesta que cambiaría mi anhelado camino.

Déjame contarte una historia.


“Cada tic-tac es un segundo de la vida que pasa, huye, y no se repite. Y hay en ella tanta intensidad, tanto interés, que el problema es sólo saberla vivir” Frida Khalo


Mi mamá, mis hermanos y sobrinos viven en Sídney hace más de veinte años y aunque no vivo con ellos desde los diecisiete años, me alegró tremendamente verlos, más de lo que mis mullidos recuerdos familiares podrían haberme hecho creer.

Después de todos los paseos turísticos de rigor y muchas conversaciones lloronas de perdón familiar, Ana y yo finalmente decidimos dejar atrás todo lo que conocíamos y decidimos no regresar a nuestro país. La razón es otra historia que aún no sé si quiero y puedo contarte.

Mi hermana menor Annie alquiló una casita blanca junto a su familia con un cuarto extra para Ana y para mí, con un sólo baño para todos.

Los dos pequeños, Daniela de casi tres y Caleb de ocho meses, nos observaban pícaros al comienzo y nos abrazaron casi de inmediato. Días más tarde nos picaban con cosas, jugaban y saltaban sobre nuestras cabezas, nos lanzaban lo que encontraban a la mano. Lloraban, chillaban, se pegaban, se caían, rebotaban. Se limpiaban los mocos en nuestro pelo y dormían en nuestros brazos, como si nada, como si fueran ángeles.

Había tensión entre mi hermana Annie y su esposo. Era inevitable escuchar sus peleas, aunque trataban de bajar la voz y hacerlo en inglés. Mi hermana es una científica de genética brillante y no ejercía su profesión para cuidar a sus niños. A veces me parecía que su mente estuviera en otro lado. Aún pienso que no hay algo bien en ella. Es divertida y sarcástica. Si no fuera mi hermana sería mi amiga.

Ana y yo decidimos mudarnos al garaje de la casa. Nos dijeron que era una locura, qué había alimañas y nos nombran docenas de razones, casi todas con patas, por las que no deberíamos hacerlo, pero estábamos convencidas que era necesario darles un espacio de familia y también tener nosotras el nuestro, como siempre.

Alquilar un espacio en Sídney no sólo era tremendamente caro, era imposible para nosotras que no teníamos ninguno de los extensos requerimientos que pedían las agencias arrendadoras.

Es en esta situación de nuevas migrantes que Ana y yo entendimos que ya no éramos quienes solíamos ser.

Un día entero de arduo trabajo después y ya estábamos acomodadas en el tétrico gran garaje de ventanilla minúscula, tan cansadas como felices y listas para empezar desde cero una nueva vida juntas.

Un día Ana despertó tiritando y me dijo: No he podido dormir en toda la noche. He sentido un frío que se escurría por mis huesos. Yo tampoco pude – Contesté – Pero, sobre todo me he aguantado de ir al baño tantas horas que ahora no sé bien si ir o si ya fui. De un empujón Ana me levantó y riéndome de su reacción a mi tan mal chiste, abrí la puerta que daba hacia el jardín, para salir hacia el baño ubicado dentro de la casa.

Inmediatamente me quedé suspendida en el aire con un ventarrón que me envolvió todo el cuerpo en un santiamén. Cerré la puerta con sentida violencia y me volví hacia Ana con la nariz congelada a punto de caerse de mi cara.

¿Cómo habíamos pasado de un botón en el baño que te enviaba cortésmente un relajante y tibio chorro de agua muy bien dirigido por cierto y una taza perfectamente graduada a temperatura ambiente, a tener que escalar el Everest para orinar en tiempo récord con una fila fuera esperando por el espacio más requerido de toda la casa?

A mi mamá se le ocurrió la inocente y brillante idea de traernos un balde azul un día con tapa en donde podíamos, digámoslo amistosamente, depositar nuestros urgentes líquidos por la madrugada.

Lo recibimos agradeciendo el gesto con una sonrisa más falsa que moneda de cuero.

Ese día por la tarde Ana caminaba de un lado a otro, mirando el balde azul de reojo y refunfuñando que jamás haría tal cosa en un recipiente plástico en el piso y que teníamos que ser valientes contra el frío y usar el inodoro como todo el mundo. Yo estaba de acuerdo con ella hasta esa madrugada.

02:42 a.m.

Abrí la puerta otra vez y una helada oscuridad se incrustó en mi cuello, mis dientes se golpeaban cientos de veces por segundo y sentí que mis pies abrigados por tres gruesas medias estaban desnudos en el pavimento. ¿¡A quién diablos se le ocurre tomar tanta agua de noche en estas condiciones!? – me pregunté recriminándome.

Por fin una de mis piernas tímidamente arremetió contra mi voluntad dando el primer paso. Los demás fueron presurosos y torpes. Subí escaleras a tientas y me topé contra la ropa húmeda tendida. La manija de la puerta de la casa no abría. Se habían olvidado de dejarla abierta.

Intenté una y varias veces abrirla, como si la cantidad de veces ayudara ante tan apretada situación.  Toqué la puerta y grité el nombre de mi hermana sin recibir respuesta.

De pronto me di cuenta que no estaba sola. Algo se arrastraba en el pasto lentamente. Las hojas secas crujían ante algún peso. Empecé a sentirme observada. Grité por última vez el nombre de mi hermana con un sonido desprendido que más parecía una súplica de ayuda.

Sentí que tocaron ligeramente mi espalda y corrí como alma que quiere llevarse el diablo, aleteando mis manos contra mi cara y cabeza, dando vueltas. Caí por las escaleras y quedé boca arriba con las piernas y brazos levantados, como una tortuga. Tenía tanta ropa encima que no podía ponerme en pie.

Cuando por fin logré pararme y entré al garaje, vi un bulto gigantesco y horroroso al pie de nuestra cama y lancé un alarido que podría haber quebrado los vidrios y recibí otro aún más agudo por parte de Ana, que resultó ser el mismísimo bulto, cubierta con todas las frazadas, despierta y a la espera de mi regreso.

Media hora más tarde, y después de llamar unas cien veces a mi hermana por teléfono, rendidas y con las vejigas llenas, miramos el balde azul despreciado pocas horas antes como el único liberador a tan vergonzosa posición.

Deliberamos quien lo haría primero y derrotada ante sus argumentos o por puro cansancio inicié la descarga, pidiendo antes que se tapara los oídos y se pusiera de espaldas.

Una cosa es haber orinado alguna vez en el mismo baño que Ana mientras cepilla sus dientes y otra muy distinta es que después de mí, ella tenga que hacerlo en el mismo lugar sin agua que se lleve lo que antes hice y escuchar todo el proceso.

Segundos después, con las medias mojadas de pichi, habiéndome faltado el equilibrio hasta caer sentada dentro del famoso balde azul ya estrenado y con Ana revolcándose de risa hasta el desmayo, me quedaba solo confirmar que lo desconocido nos atraparía antes de lo que esperábamos. ¿Qué importaba que viniera lo que fuera si tenía aquella risa para siempre?

Para siempre.

– Marianella Casmon.

CÓMO TE ECHO DE MENOS

Hola. Mucho gusto. Soy Marianella. En esta parte del mundo mi nombre es difícil de pronunciar y disfruto como suena cada intento.

Crecí pensando que encontrar al amor de mi vida era la máxima proeza a la que podría aspirar cómo ser humano. Estaba segura que cada paso, cada día, a través de los años y del tumulto de malas decisiones que invadieron gran parte de mi mediana existencia, aún con mi vertiginoso y desafortunado bagaje sentimental, el destino indefectiblemente me llevaría a los brazos de la mujer de mis sueños.

¿Puedes culparme?
Soy latinoamericana y lesbiana así que la sangre hirviente de mis venas y los cientos de telenovelas románticas que he visto desde siempre al lado de mi abuela, me han ayudado a formarme una idea clara y precisa de lo que es el amor real.

Además, los cuentos de princesas infelices y sus pavorosos rescates, la música noventera en español que contiene grandes cantidades de glucosa y misoginia en sus melodías, y mi cultura, hecha con retazos efusivos de la biblia y el concepto perturbador del sacrosanto matrimonio, también hicieron lo suyo.

Lo que nunca me pregunté es: ¿Qué pasa después que el cuento de hadas termina? ¿Qué sucede cuando no hay herencias estrafalarias ni palacios gigantes sino una deuda con el banco de treinta años por un apartamento de cincuenta y cinco metros cuadrados en la ciudad? ¿Y si tus padres no son reyes sonrientes y orgullosos de tus decisiones de pareja? ¿No le hubieras pedido a tu hada madrina una bola mágica de cristal para saber que te depara el futuro en vez del vestido carísimo de encaje? ¿Y si tu príncipe azul resulta ser una princesa obsesionada con los productos orgánicos que quiere tener niños este año a pesar del calentamiento global? ¿Y si el preciado reino se encuentra en otro continente, a miles de kilómetros de todo lo que eres, sabes y conoces? ¿Qué significa esa terrible, absurda y confusa frase de “Y vivieron felices para siempre” cuando pasas meses de tu calenturienta vida sin tirar con tu esposa?

Querida lectora, este no es un blog romántico, pero tal vez sea el que contiene más amor de todos mis intentos de blog, porque lo escribo rogando a las letras que me muestren el camino de vuelta a casa. A Ana. A mi casa.

Estos días, que me siento tan lejos de ella, de quien soy, tan lejos de mi pedacito de tierra al otro lado del mundo, extraño que mi risa suene atropellando a mi lengua y sé que mis dedos sonámbulos golpeándose contra el teclado tienen que encontrar una solución para distraer mi cabezota de este terrible tiempo donde no logro hilar mis zapatos con el suelo que piso.

Así que heme aquí, contigo, aunque no te conozca.

¿Te gustaría una historia? Tal vez la necesites. Tal vez yo la necesite más que tú.

Te regalo este espacio que es una manera de carcajearnos juntas de tanta fábula mediocre inyectada a nuestro cerebro. ¿Qué es la vida sino episodios que debemos tomar con humor?

Lee este rincón como una dosis de realidad innata si así quieres llamarlo o una suerte tal vez de pausa para recordar que la vida después de encontrar el amor puede ser aún más complicada que antes.

Parecen ser más de diez años desde la primera vez que vi a Ana y ahora su olor es anestesia. Un susurro tal vez en proceso de convertirse en melodía cuando su respiración se agita con ese asma que siempre me pareció un poco sexy. La confirmación de un milagro cuando la recorren mis ojos mientras dormita lejos de mi pecho y el infierno más tormentoso cuando se levanta a las cinco de la mañana tras una de mis tantas noches de insomnio para hacer ejercicios.

Ana no entiende a veces que no solo somos distintas, sino exageradamente diferentes. Quienes nos conocen pueden dar fe de ello.

Ella escoge la comida que comerá de acuerdo con las propiedades y beneficios que le brindará a su cuerpo, yo con un chicharrón bien frito con su camotito vivo en la puta gloria. La meditación es una pieza fundamental en sus días, la ayuda a tener un balance anímico y laboral día a día. A mí en cambio, me gusta pasar las horas leyendo y releyendo, desparramada como mantequilla en sartén a mis viejos libros de Edgar Allan Poe. ¡Puto Poe!
Ella ama el sol y broncearse en la playa. A mí me encanta el frío y las frazadas bien pesadas. A ella la apasiona manejar por inmensas carreteras a mil por hora. Yo sufro de colapsos nerviosos con cada sonido equívoco de claxon martillando mis oídos y se me afloja el estómago cada vez que me pongo frente al volante.

Sé que mi vida a su lado es mejor. Eso salta a la vista, pero ¿soy feliz?

Para equilibrar mis adquiridas actividades a su lado, con el paso de los años y la convivencia, me he convertido en una sigilosa y certera estratega capaz de predecir sus mas amorosos actos, en los que soy la desdichada beneficiada.
Por ejemplo, con las cuantiosas vitaminas que compra a diestra y siniestra, en cuanto nuevo foro de entusiastas no colegiados nutricionistas salta en la web. Ella dice que la salud no tiene precio, pero cuando veo llegar esas rechonchas cajitas de cartón a la casa, ya sé que varios cientos de dólares han empobrecido a nuestra cuenta mancomunada. Ha llegado a darme hasta diez vitaminas al día y aunque no puedo negar que mis uñas y pelo crecían a un ritmo maravilloso, mi colón no se lo ha agradecido tanto y mis bolsillos tampoco.

Aprendí entonces que cada tres meses aproximadamente debía estar alerta y que cuando buscaba sus lentes para leer, era porque un nuevo bendito foro de vegetarianos, veganos, flexiorates se había manifestado o porque un estrenado blog de quien sabe que desgraciado sin título, había saltado al espacio digital publicitando nada sutilmente, algún producto hecho con una semilla mágica del amazonas, sembrada por manos vírgenes de una recóndita tribu nunca antes descubierta, regada con agua bendita del Orinoco, que te convierte en un ser todo poderoso e inmortal, al alcance de tu mano, con una oferta insuperable, por tiempo limitado.
Así que olfateando la posible compra hacía que se estropee el internet de pronto en mi casa, que la computadora no prenda, le mostraba un artículo sobre los peligros de comprar en línea por el celular o mi mamá quería hablar con ella por teléfono o empezaba a cojear y necesitaba un masaje que sólo ella sabe hacer o se iba la luz y aprovechaba en ponerme romántica (esto nunca funcionó). Así es como reduje las vitaminas diarias a cuatro por día. Todo un logro.

También he ganado terreno con la cantidad de carne por semana, con el color blanco hospital derramando vacío en cada esquina de nuestro hogar, con los documentales sobre la importancia del reciclaje en el planeta y derivados, con la compra de ropa de segunda mano y su impacto ambiental, y hasta con el excesivo uso de productos sin gluten.

A veces pienso qué hay algo invisible e inmenso pululando en el ambiente con un sentido del humor tan estúpido como ácido. Una suerte de observador bipolar que podría sonreírte con clara empática amplitud un instante para luego jugar despiadadamente a aplastarte sólo con la intención de verte correr despavorida.

Hoy siento su respiración alada en mi nuca.

El tiempo pasa y parecía que Ana y yo habíamos encontrado los pasos perfectos para nuestra danza, pero voy cayendo en cuenta que de un tiempo a esta parte, hemos empezado a bailar solas.
¿Cuándo empezamos a ni siquiera escuchar la misma canción?

Creo que todo comenzó después de treinta y dos horas de vuelo sin poder pegar un ojo, a miles de metros de altitud del suelo, con tres escalas en lugares de los que jamás habíamos oído, con siete películas al hilo sin subtítulos en español, nuestra vida juntas reducida en cuatro maletas, una pesadilla repetitiva que terminó con una azafata observadora y mucho vino de dudosa reputación.

Todo, todo empezó cuando llegamos sin raya a la lejana Australia.

Marianella Casmon.

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