MARIANELLA CASMON: ¿AÚN TÉ AMO?

¿Puedes repetirme la pregunta?

Hola querida, presente, reafirmante lectora. Me alegra que estés por aquí para escabullirme otra vez en tus ojos. Mis historias están intactas en mi mente, y por fin mi insomnio vuelve a sentir esa roca pesada sobre mis manos que me aplasta contra el teclado.

¿Será acaso que ahora que siento que el amor se me escapa, requiero escribir para entender el por qué?

Tengo sed.

Esta es otra madrugada despierta y creo que el sillón de cuero es la peor compra que hice en toda mi vida, no aprendí la lección, sobre todo porque nunca me imaginé que tendría que dormir aquí. Sola. Porque por supuesto, mis perros prefieren a Ana y a la King size comodísima de nuestra recámara. Una que por lo visto podría no pertenecerme más algún día. Una pequeña dosis de lo que podría suceder. Una muerte muy lenta.

No encuentro el hervidor eléctrico, y después de calentar el agua en la ollita de los huevos, me dispongo a tomar una taza de té de frambuesa, que diablos importa ahora si este sabor estaba prohibido para mi mullido paladar. Incluso sacaré mi bien escondido cigarrillo eléctrico y fumaré contigo mientras te cuento una historia más.


Queríamos reconstruir nuestro hogar, eso era todo. Habíamos perdido nuestro antiguo hogar, lo que significa perder la familiaridad con el mundo y habíamos perdido nuestro oficio o trabajo, lo que significa perder la sensación de que éramos útiles para el mundo.” – Hannah Arendt.


Amaneció aquella mañana en Sydney, aunque el cielo parecía no haberse dado cuenta y ese día milagrosamente no me había caído de la cama.

Parecía que por fin ya no sería necesario que Ana me atara una sábana tirante a la cintura para evitar el siempre doloroso contacto con el piso o bueno, una colchoneta igual de dura. Día a día quedaba más confundida que un borracho bebiendo champú.

Nunca había visto una cama tan pequeña como en la que Ana y yo dormíamos. Y aunque dormía como Drácula, como en un sarcófago y sin moverme, hasta ese momento era inevitable el impacto.

Me estiré hasta hacer crujir mis huesos. No le di un beso a Ana porque había estado enviando su currículo hasta tarde y si la despertaba pagaría las trágicas consecuencias.

Diferentes sonidillos de exóticos animales de características inimaginables se arrojaban dentro de mis oídos y cantaban desde el jardín, como todos los días desde que llegamos.

Se respiraba lindo esa mañana. Los árboles frondosos envolvían las calles frías de Sídney con sus brazos de color otoño, mi diminuta ventana parecía haberse agrandado mágicamente, Ana había dejado de llorar al teléfono con su mamá esa semana y mi sobrino Caleb había dado sus primeros pasos solito. Todo un acontecimiento.

Ni las enormes cucarachas negras voladoras que había visto pegadas en la pared, ni el astuto pájaro que me había robado mis papas fritas, ni el ciempiés gigantesco que encontré en el bolsillo de mi bata de baño podrían quitarme esa grata energía que me sonreía inquieta y esperanzadora.

Ese día me puse una camisa blanca colgada detrás de la puerta, preparada con una semana de antelación para mi primera ronda de entrevistas de trabajo.

Mis hermanos habían pasado por muchísimas entrevistas de trabajo, y aunque no habían tenido mucho tiempo de prepararme, me dieron una lista de posibles preguntas y las respuestas para cada ocasión. Las leí sin prestar mucha atención y Ana me hizo practicarlas, aunque no pensé utilizarlas. Prefería adecuarme al momento.

Todos mis documentos, certificados y diplomas ya traducidos y sellados por relaciones exteriores aguardaban en un folder transparente e impecable en mi mesa de noche.

Tenía la certeza que con la experiencia laboral de mi país podría hacer un buen papel en los puestos a los que apliqué, aunque mi inglés no fuera el mejor, aprendo rápido. Además, el español es el tercer idioma más hablado de todo el mundo. Seguramente habría mucha gente que aquí también lo practica.

Me despedí mirando con cariño a ese huequito de ladrillos porque sabía que nos iríamos pronto. Sin duda alguna.

No me preocupé por Ana y salí. Seguramente estaba sobre calificada para cualquier puesto laboral en el que se quisiera desempeñar.

Un padre nuestro, porsiacaso, y salí a romperla.

2:45 p.m.

Concha su madre.

Mi penúltima entrevista duró menos de diez minutos, contando el momento en que pedí agua para ganar tiempo, tratar de adivinar la primera pregunta, responderla en español en mi mente, traducir la respuesta al inglés e hidratar mi inútil lengua.

Creo que mi mente borró las entrevistas anteriores a esa para protegerse de la apabullante vergüenza. Sólo me quedaba una entrevista final en menos de una hora y no tenía la más mínima idea de qué hacer.

De chica era la mejor en inglés de mi salón. Mi mamá decía que tenía talento para los idiomas. Estudié en una academia con profesores nativos de Estados Unidos y saqué excelentes calificaciones. Trabajé años en una empresa gringa donde mi jefe no sabía ni decir hola en español. ¿Por qué diantres no había entendido casi ninguna pregunta? ¿En qué lenguaje habían hablado todas esas personas que había tenido en frente y que ni por asomo volveré a ver en mi vida con plena seguridad?

Aquellas bocas de ventrílocuo casi no se movían y emitían sonidos graves mezclados con palabras que terminaban en una inflexión de voz que parecía el maullido de un gato coqueto. Eso sí, sonaban muy elegantes por alguna razón.

4:02 p.m.

Caminé como alma en pena unas cuadras hasta llegar a la empresa a la que estaba solicitando un puesto simplísimo que esa mañana parecía absolutamente accesible para mi y que sólo unas horas después parecía imposible de obtener.

Mis zapatos se sentían un poco apretados, casi tanto como mi pecho. Las medias que compré que no deberían llamarse así porque les faltaba tela, habían descubierto mi talón demasiadas veces con cada paso causándome ampollas que se sentían gigantes y cada vez que me detenía a arreglar el molesto incidente mil y un motivos para no asistir a la cita programada rellenaban mi mente.

Entré a la tienda de una estación de gasolina, esperando encontrar algo helado que me despabile y otra vez ese bendito inglés inentendible del muchacho que me atendió en la caja me volvió a rebanar los sesos.

Esto no tiene sentido – pensé. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer? No sólo no entiendo lo que dicen, tampoco ellos a mi.

Me paré debajo de un árbol frente a la oficina en la que daría mi entrevista con una lata de energizante de una marca que jamás había visto. Miré hacia las altas ventanas esperando una señal divina o un cataclismo insólito para tener más tiempo de prepararme. Sólo faltaban ocho minutos. Me resigné.

Me acomodé por última vez las casi medias y respiré tan profundo que me atoré.

Toqué el timbre tosiendo y una voz cálida por el intercomunicador parecía haberme dicho que entrara después de decir mi nombre. – ¡Tómate el trabajo de decir mi nombre correctamente por Dios! – Pensé. Empujé la puerta por inercia y de nuevo la voz de gato me dijo algo. Supuse que me dijo que jalara la puerta en vez de empujarla. La puerta se abrió. Sólo hay dos tipos de puertas, sólo dos opciones, se empuja o se jala, esto me dio una idea. Una gran idea.

Mi memoria puede recordar casi al pie de la letra lo que sea que haya leído hasta varias horas después. Esta habilidad podría salvarme de otro rostro desencajado y del bendito balde azul al que hoy le puse lejía y que Ana y yo usamos como inodoro en el garaje donde sobrevivimos.

Respondería a las preguntas con respuestas predeterminadas de la lista que mis hermanos me habían dado.

Tenía que hacer el intento.

Me senté y esperé al reclutador de recursos humanos, con una pierna temblando tanto que parecía que estaba jugando a tocar un tambor con el piso.

Un muchacho rubio y con una corbata graciosa trató de leer mi nombre en voz alta y me acerqué.

  • Buenas tardes – me dijo una vez sentados en un escritorio frente a frente.

El alma me regresó al cuerpo y alegre hasta el borde de las lágrimas respondí:

  • ¡Oh! ¡¿Hablas español?!

Sonrío y me dijo:

  • Uno poquito.

¡Dios santo! Estaba frita.

Comenzamos y allí estaba una vez más el inglés felino mezclado con un inglés que podía entender un poquito más. Parecía estar explicándome sobre la historia y lo que hacía la empresa en general. Yo asentía como si entendiera y cuando él reía, yo también.

Empezaron las preguntas, y sonaban parecidas a las que había leído esa mañana en casa y yo las respondí todas de memoria con una naturalidad que no sé de donde saqué.

Con cada respuesta predeterminada al rostro del muchacho se le iba apagando la sonrisa. Empezó a mirar mi currículo confundido y me miraba con el ceño ligeramente fruncido.

Yo seguía hablando como loro y movía las manos como si estuviera dando una clase.

Después de cinco preguntas por fin me dijo:

  • Are you sure you are in the right place? – (¿Estás segura que estás en el lugar correcto?)

Me quedé de una pieza. Eso sí lo entendí clarísimo. Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Tomé mi cartera para irme y le dije:

  • So sorry. Im pretty nervous. Maybe is better if I just go –(Lo siento. Estoy nerviosa y tal vez sea mejor que me vaya).

Él me respondió en un mejor español que mi inglés:

  • No preocupa. Pienso tú mejor para ayudar persona en organizaciones y no marketing. Hablar otra vez con mi teléfono, otro resume y yo ayudar tú.

Las respuestas que memoricé al pie de la letra, sin la más mínima idea de sobre que se trataba, eran las de mi hermano para una entrevista de voluntariado en una ONG llamada Save The Children (Salven a los niños).

Ana había hecho un pastel para celebrar. Lo comimos entre riendo y llorando.

Que bonitas sus lagrimitas aquella noche.

Marianella Casmon.

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