Hola. Mucho gusto. Soy Marianella. En esta parte del mundo mi nombre es difícil de pronunciar y disfruto como suena cada intento.
Crecí pensando que encontrar al amor de mi vida era la máxima proeza a la que podría aspirar cómo ser humano. Estaba segura que cada paso, cada día, a través de los años y del tumulto de malas decisiones que invadieron gran parte de mi mediana existencia, aún con mi vertiginoso y desafortunado bagaje sentimental, el destino indefectiblemente me llevaría a los brazos de la mujer de mis sueños.
¿Puedes culparme?
Soy latinoamericana y lesbiana así que la sangre hirviente de mis venas y los cientos de telenovelas románticas que he visto desde siempre al lado de mi abuela, me han ayudado a formarme una idea clara y precisa de lo que es el amor real.
Además, los cuentos de princesas infelices y sus pavorosos rescates, la música noventera en español que contiene grandes cantidades de glucosa y misoginia en sus melodías, y mi cultura, hecha con retazos efusivos de la biblia y el concepto perturbador del sacrosanto matrimonio, también hicieron lo suyo.
Lo que nunca me pregunté es: ¿Qué pasa después que el cuento de hadas termina? ¿Qué sucede cuando no hay herencias estrafalarias ni palacios gigantes sino una deuda con el banco de treinta años por un apartamento de cincuenta y cinco metros cuadrados en la ciudad? ¿Y si tus padres no son reyes sonrientes y orgullosos de tus decisiones de pareja? ¿No le hubieras pedido a tu hada madrina una bola mágica de cristal para saber que te depara el futuro en vez del vestido carísimo de encaje? ¿Y si tu príncipe azul resulta ser una princesa obsesionada con los productos orgánicos que quiere tener niños este año a pesar del calentamiento global? ¿Y si el preciado reino se encuentra en otro continente, a miles de kilómetros de todo lo que eres, sabes y conoces? ¿Qué significa esa terrible, absurda y confusa frase de “Y vivieron felices para siempre” cuando pasas meses de tu calenturienta vida sin tirar con tu esposa?
Querida lectora, este no es un blog romántico, pero tal vez sea el que contiene más amor de todos mis intentos de blog, porque lo escribo rogando a las letras que me muestren el camino de vuelta a casa. A Ana. A mi casa.
Estos días, que me siento tan lejos de ella, de quien soy, tan lejos de mi pedacito de tierra al otro lado del mundo, extraño que mi risa suene atropellando a mi lengua y sé que mis dedos sonámbulos golpeándose contra el teclado tienen que encontrar una solución para distraer mi cabezota de este terrible tiempo donde no logro hilar mis zapatos con el suelo que piso.
Así que heme aquí, contigo, aunque no te conozca.
¿Te gustaría una historia? Tal vez la necesites. Tal vez yo la necesite más que tú.
Te regalo este espacio que es una manera de carcajearnos juntas de tanta fábula mediocre inyectada a nuestro cerebro. ¿Qué es la vida sino episodios que debemos tomar con humor?
Lee este rincón como una dosis de realidad innata si así quieres llamarlo o una suerte tal vez de pausa para recordar que la vida después de encontrar el amor puede ser aún más complicada que antes.
Parecen ser más de diez años desde la primera vez que vi a Ana y ahora su olor es anestesia. Un susurro tal vez en proceso de convertirse en melodía cuando su respiración se agita con ese asma que siempre me pareció un poco sexy. La confirmación de un milagro cuando la recorren mis ojos mientras dormita lejos de mi pecho y el infierno más tormentoso cuando se levanta a las cinco de la mañana tras una de mis tantas noches de insomnio para hacer ejercicios.
Ana no entiende a veces que no solo somos distintas, sino exageradamente diferentes. Quienes nos conocen pueden dar fe de ello.
Ella escoge la comida que comerá de acuerdo con las propiedades y beneficios que le brindará a su cuerpo, yo con un chicharrón bien frito con su camotito vivo en la puta gloria. La meditación es una pieza fundamental en sus días, la ayuda a tener un balance anímico y laboral día a día. A mí en cambio, me gusta pasar las horas leyendo y releyendo, desparramada como mantequilla en sartén a mis viejos libros de Edgar Allan Poe. ¡Puto Poe!
Ella ama el sol y broncearse en la playa. A mí me encanta el frío y las frazadas bien pesadas. A ella la apasiona manejar por inmensas carreteras a mil por hora. Yo sufro de colapsos nerviosos con cada sonido equívoco de claxon martillando mis oídos y se me afloja el estómago cada vez que me pongo frente al volante.
Sé que mi vida a su lado es mejor. Eso salta a la vista, pero ¿soy feliz?
Para equilibrar mis adquiridas actividades a su lado, con el paso de los años y la convivencia, me he convertido en una sigilosa y certera estratega capaz de predecir sus mas amorosos actos, en los que soy la desdichada beneficiada.
Por ejemplo, con las cuantiosas vitaminas que compra a diestra y siniestra, en cuanto nuevo foro de entusiastas no colegiados nutricionistas salta en la web. Ella dice que la salud no tiene precio, pero cuando veo llegar esas rechonchas cajitas de cartón a la casa, ya sé que varios cientos de dólares han empobrecido a nuestra cuenta mancomunada. Ha llegado a darme hasta diez vitaminas al día y aunque no puedo negar que mis uñas y pelo crecían a un ritmo maravilloso, mi colón no se lo ha agradecido tanto y mis bolsillos tampoco.
Aprendí entonces que cada tres meses aproximadamente debía estar alerta y que cuando buscaba sus lentes para leer, era porque un nuevo bendito foro de vegetarianos, veganos, flexiorates se había manifestado o porque un estrenado blog de quien sabe que desgraciado sin título, había saltado al espacio digital publicitando nada sutilmente, algún producto hecho con una semilla mágica del amazonas, sembrada por manos vírgenes de una recóndita tribu nunca antes descubierta, regada con agua bendita del Orinoco, que te convierte en un ser todo poderoso e inmortal, al alcance de tu mano, con una oferta insuperable, por tiempo limitado.
Así que olfateando la posible compra hacía que se estropee el internet de pronto en mi casa, que la computadora no prenda, le mostraba un artículo sobre los peligros de comprar en línea por el celular o mi mamá quería hablar con ella por teléfono o empezaba a cojear y necesitaba un masaje que sólo ella sabe hacer o se iba la luz y aprovechaba en ponerme romántica (esto nunca funcionó). Así es como reduje las vitaminas diarias a cuatro por día. Todo un logro.
También he ganado terreno con la cantidad de carne por semana, con el color blanco hospital derramando vacío en cada esquina de nuestro hogar, con los documentales sobre la importancia del reciclaje en el planeta y derivados, con la compra de ropa de segunda mano y su impacto ambiental, y hasta con el excesivo uso de productos sin gluten.
A veces pienso qué hay algo invisible e inmenso pululando en el ambiente con un sentido del humor tan estúpido como ácido. Una suerte de observador bipolar que podría sonreírte con clara empática amplitud un instante para luego jugar despiadadamente a aplastarte sólo con la intención de verte correr despavorida.
Hoy siento su respiración alada en mi nuca.
El tiempo pasa y parecía que Ana y yo habíamos encontrado los pasos perfectos para nuestra danza, pero voy cayendo en cuenta que de un tiempo a esta parte, hemos empezado a bailar solas.
¿Cuándo empezamos a ni siquiera escuchar la misma canción?
Creo que todo comenzó después de treinta y dos horas de vuelo sin poder pegar un ojo, a miles de metros de altitud del suelo, con tres escalas en lugares de los que jamás habíamos oído, con siete películas al hilo sin subtítulos en español, nuestra vida juntas reducida en cuatro maletas, una pesadilla repetitiva que terminó con una azafata observadora y mucho vino de dudosa reputación.
Todo, todo empezó cuando llegamos sin raya a la lejana Australia.
Marianella Casmon.